lunes, 30 de julio de 2012

Columbrando (En t'attendant)



Observar no es simplemente detenerse a ver algo, es escrutar, examinar minuciosamente y con sumo detalle, intentando no obviar nada en absoluto, tampoco se puede observar inmóvil, desde un mismo punto, el observar requiere desplazamiento, acercarse de tal manera, que se aparente una convivencia armoniosa, ver los diminutos detalles que afloran en la superficie, alejarse a una distancia apropiada, porque lo observado de tan cerca, adquiere una belleza distinta a escasos metros, esos diminutos detalles juntos, en conjunto, pueden apabullar los sentidos. Ahora, alejarse más, tampoco está mal, porque otear lo observado compartiendo luces y sombras con lo que lo rodea, logra que adquiera un matiz distinto. Una vez hecho esto, acércate raudo, porque seguro lo estarás deseando.

A pesar de todo, de la crisis, del calor, del trabajo, me gusta Madrid en verano, con sus terrazas despejadas, como reservando un lugar a mi llegada, sus callejuelas Austrias, no tan pobladas, encontrar siempre un sitio en el metro o el autobús, el aire acondicionado en las tiendas, las mujeres con diminutas prendas… y sus pies descubiertos. Madrid!!! Madrid en verano, tomando Pisco Sour por La Latina, sosegado, vigilante concupiscente que se distrae, como obligado, con algún suave y delicado cuello, recién expuesto, que induce solícitamente a una caricia. Bajar por la Cava Baja andando, raudo, aletargado, entre sus estrechas aceras, pobladas de gente en las puertas de sus bares, con botellines y copas en sus manos, buscando refrescarse mientras el sol termina de acostarse, susurran, ríen, lamentan los recortes mientras beben, quien sabe, a lo mejor y hasta plantean soluciones a esta crisis; pero, también como yo, observan la vida pasar, una vida pasar los abstrae, los distingo complaciente, complacido cómplice que no sigue su vida, que sigue una vida, una vida viva y en movimiento, que me arrastra gozoso por las calles de este Madrid veraniego. Pasar delante de El Botín, sin confirmar una reserva que se reserva para otro momento, no esta noche calurosa, en que mis pies, locos y felices, persiguen descarados esa figura indescubierta, que, cada no sé cuantos pasos, se detiene y se gira para confirmar que aun sigo su rastro. Acceder a La Plaza Mayor subiendo esas escaleras de piedra, que no terminan nunca de gastarse con los años, escalera al cielo, con la más coqueta huachafería, se podría decir: conducido por un ángel de oscuros cabellos y zapatitos de tacón. Arco de Cuchilleros: infalible puerta hacia mi infierno. Felipe III sobre su caballo, contempla impávido nuestra llegada, me detengo a sus pies, olvidando por un instante mi menester en esta noche, el ruido de la gente en las terrazas desaparece, y tras un parpadeo mágico, estamos solos a los pies de una estatua rodeada de púberes candados, que intentan simbolizar el amor eterno, una mujer de rostro afable me invita a bailar, bailar sin ritmo al ritmo de un bandoneón, mientras se deshace el eco de su risa en mi cabello alborotado, y mis manos empiezan a creer en milagros. De nuevo la gente, su ruido, los artistas dibujando caricaturas, los giris con sus cámaras fotográficas, este frenesí intempestivo nos devuelve a la realidad. Un acelerado descenso por la Calle Postas, con sus estatuas vivientes y comerciantes ambulantes abarrotando la calle, un caos medianamente organizado, no puedo perderme aunque lo quiera, pero no quiero, una espalada que se vislumbra debajo de unos cabellos alisados, continua seduciendo mis pasos, que evitan tropezar con negros manteros a puertas de la Puerta del Sol. La Puerta del Sol, inconsciente centro neurálgico de un país, convulsa plaza nunca deshabitada, no hay tiempo para distraerse con sus espectáculos callejeros. Entre Elmos, Bob Esonjas y Doras Exploradoras, me guía hacia a Montera; Calle de la Montera, colmada de miradas despiadadas, que husmean esta noche en busca del mejor precio para el amor. Esa figura faro que encauza mi frénico andar, inmutable balanceo de provocante carnura, que se desoculta apetecible tras esas prendas oscuras que la pretenden negar, se adueña consideradamente de mis sentidos, e ignoro fehacientemente las distracciones naturales de esta calle. Aparece Gran Vía, como un rio urbano que separa dos tipos de noches distintas y tan símiles a la vez, el rojo del semáforo nos otorga un respiro y te respiro, pérfido verde que arremete contra la proximidad, de nuevo a caminar, errantes nocturnos que dejan huellas entre sus sombras, que se descubren columbrando en la brevedad. Andar vesánicamente por Fuencarral, hacia donde nos dirigimos en esta vorágine de alcohol y sudor (¿?), la vida misma, una persecución sigilosa de una (falsa) promesa de felicidad. Se detiene, disciplinadamente me detengo, a solo medio instante de ti, un gesto sutil e indescifrable me complace, me desarma, se gira y presurosa cruza el portal… Si, a pesar de todo, me gusta Madrid en verano, me gusta Madrid con tu dejadez, sin tu aviso, con tus caderas en secreto, con tus ojos quién sabe donde, con tu risa en mi sonrisa, con tu adiós en mi hasta luego, con tu ciao en mi hola… en el que apacible espero, para volver ha envolverme en tu andar.

CC